Banana
Una tarde capté el silencio que reinaba
en el piso 8 del edificio.
Como la heladera, que escuchas recién cuando deja de hacer ruidos, habían
pasado varios días sin molestias y entonces caí en cuenta: ¡Se había ido!
Después de años de insoportables
ladridos, gritos, azotes de puerta, la horrible canción de pop barato en eterno
loop, llantos perrunos de abandono, cantos desafinados, risas histéricas. ¡Por
fin! Se había ido.
Nunca maldije tanto a un perro como a
ese. Pobre animal. Quedaba solo durante tardes enteras en treinta metros
cuadrados, reducido por el mobiliario de su ‘ama’ y su metro propio.
Dicen que las mascotas se parecen a sus dueños,
y tal era este insufrible caso. Ella gritaba para todo, y el perro respondía a
ladridos y/o quejidos que asemejaban una muerte agónica en el apocalíptico fin
del mundo.
Elevé numerosos pedidos al administrador
del consorcio a lo largo de los años, y sólo uno tuvo consecuencias. Ella debería
pagar una multa altísima por ruidos molestos. Me dio pena, así que desestimé el
reclamo, pero el susto quedó impregnado en sus rutinas.
Ella dejó de azotar las puertas, de
gritar, de escuchar su pop vomitivo a todo volumen y, en consecuencia, el perro
apaciguó su temperamento notablemente.
Parecían fusionados. Eso me daba una mezcla de ternura solapada y de hastío,
pues habían transcurrido ya tres eternos años de este suplicio acústico.
Entonces, aquella tarde que por fin
escuché la paz del silencio, festejé.
Festejé porque pude darme cuenta del valor de aquello que había sido arrebatado
del resto de los vecinos: la tranquilidad. Festejé por MI tranquilidad. Por poder
escuchar MI silencio sin la interferencia del auto-tune ajeno, ni las charlas
telefónicas a los gritos, ni los gritos nocturnos de película xxx de bajo
presupuesto.
Festejé porque a veces, nos acostumbramos
tanto a lo que nos hace daño, que cuando ‘Banana y su dueña’ se van, buscamos
rellenar esos espacios con otros ruidos, en lugar de habitar nuevamente lo que
desde un comienzo fue nuestro y habíamos olvidado.